LIBROS POR PATRICIA SCHAEFER RÖDER

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miércoles, 26 de mayo de 2010

URSULA

Pequeña osa
osa menor
juguetona
graciosa
bulliciosa
creciste junto a tu madre
encarando la vida
con firmeza
desde tu primera infancia.

Osa joven
rubia boreal
esbelta
hermosa
tenaz
aprendiste
a no entregarte
frente a ninguna circunstancia
en medio de toda adversidad.

Valerosa moza
abandonaste todo
menos a tu madre
acomodando tu vida
junto a todos tus sueños
en una maleta
una sola
para avanzar entre paredes níveas
altas, muy altas
nórdicas
tajantes
glaciales
tomando el último barco
medida extrema
sólo por no claudicar.

Osa enérgica
audaz
nunca descansaste en tu afán
de prosperar
siempre hacia adelante
laboriosa
al tiempo que iluminabas
tu entorno
con el celeste intenso
honesto
limpio
de tu mirar.

Osa madre
amorosa
noble
en tierras lejanas
exóticas
silvestres
velaste por tus oseznos
con cariño infinito
y paciencia
interminable
cuidaste
tu herencia
valores
convicciones
mientras lo sellabas todo
inamovible
definitivamente
en nuestros corazones.

Voluntariosa
determinada
te conozco
desde mi eternidad.
Afanosa
resolviendo mil cosas a la vez
lógica, directa
presta
confiada
absolutamente segura
de que todo saldrá bien.
Sabes
que gran parte de tu destino
depende de ti
solamente
de nadie más.

Animosa
irremediablemente impetuosa
me vuelves a enseñar
cuánto vale la actitud
y la sonrisa.
Habilidosa
nunca te cansas
de hacer lo que se debe
…lo que se puede
con lo que se tiene…
demuestras a todos
sin excepción
lo importante del compromiso
consigo mismos
¡nunca dejarse vencer!

Osada
vigorosa
perseverante
de nuevo te descubro
enfrentando dificultades
como la más valiente
la de mejor semblante
serena
fuerte y recia
como el acero
sólida y bella
como el más perfecto
diamante.

Poderosa
toda la vida
tenaz
hasta el fin de los tiempos
es tu naturaleza
¡qué orgullo siento por ti
mi querida madre osa!
no conoces obstáculos
no te dejas derrotar
no temes envejecer
sólo sigues tu camino
mirando hacia el frente
concentrada
decidida.
Te amo.



©2010 PSR

miércoles, 19 de mayo de 2010

HERMANOS

Mil rutas
nos traen aquí
cada quien llega
por su cuenta
a su tiempo
momento exacto
ni antes
ni después.

Vidas solapadas
vidas compartidas
más años
menos años
a veces
tan sólo meses
otras ni siquiera eso…
mas compartir sí, ¡claro!
dar y recibir
más bien
tomar al mismo tiempo
ese juguete
una galleta
aquella mano grande
madura
amorosa
hacerse uno
o intentar hacerse
de lo que todos quieren
para sí mismos.

Crecemos juntos
a pesar de nosotros
en medio del resto
abriéndonos paso
como podemos
en la más genuina competencia
la más feroz de las carreras
supervivencia del más apto
…o del más consentido
aquel que supo tocar la música
con las teclas precisas
para encantar a los demás.

Maduramos
cada uno a su manera
cada quien a su ritmo
tantos sabores somos
como cachorros inquietos
de la misma camada.

Amor, dolor
penas, alegrías
repartidas por igual.
Pan dulce, leche
divinas tajadas
acaparadas por un tenedor
demasiado veloz
cien motivos de pelea
en la mesa del comedor.

En los otros
que son los nuestros
ubicamos exactamente
dónde están las cicatrices
de la piel
y del alma
los queremos
cuanto podemos
nos conocemos
todos
a fondo
no hay máscaras
ni antifaces
detrás de los cuales
logremos escondernos.
Cada gesto
es un comentario directo
toda mueca
cualquier sonrisa
el tono preciso
para decir
esa frase dulce
o hiriente.
Rostros eternos
formas amigas
rasgos memorizados
en infinitas
líneas naturales
obvias, perennes
¿dónde más podrían estar?
¿de qué otra forma podrían ser
si no fuesen así
perfectas?
Sabemos quiénes somos
desde siempre
soportamos los defectos
admiramos las virtudes
sufrimos juntos
celebramos la vida
y lo que ella nos trae.
Siempre seremos pichones
del mismo nido.

Todos por su cuenta
siguen caminos únicos
parten del mismo origen
con mapas originales.
Tenemos rasgos iguales
y somos tan diferentes
agua, vino, aceite
crema y pomada
gritos y silencios.
Compartimos un pasado
revivimos los recuerdos
sensaciones
sentimientos
cada quien como quiere
como puede
al fin y al cabo
son la única realidad.

Nuestros ojos se hacen eco
de una buena carcajada
risa divina
por aquella anécdota divertida
de ese entonces lejano.
Luego los cerramos
para evitar desbordar
aquel río que trae consigo
la remembranza de quien ya no está.

Querida hermana
hermano amado
gracias por hacerme sentir
que al pasar de la vida
en medio de todo
aún siguen a mi lado.



©2010 PSR

miércoles, 12 de mayo de 2010

DICHA (DES) DICHA

“…Aparece como una enorme ola en medio de la noche sin luna. Una pared monstruosa, infranqueable, que arrasa con lo que encuentra a su paso; una aplanadora que viaja dentro de nosotros, destrozándonos el alma y mutilando nuestro espíritu. De pronto sentimos que la parte posterior de la lengua se vuelve muy sensible y pesada al mismo tiempo, presionando nuestra garganta hacia abajo, mientras el corazón desgarrado en el pecho ardiente, congelado, busca inútilmente una salida por el cuello, que resulta demasiado estrecho para aquel órgano hinchado por no poder latir. El estómago se retuerce, su acidez se desborda quemándonos las entrañas en ondas punzantes, lacerantes. Los músculos de nuestro rostro y mandíbula quedan paralizados en una mueca incontrolada y contusa…”.

Hay quienes piensan que el sufrimiento es el único medio gracias al cual tenemos conciencia de existir. Lo dijo primero Oscar Wilde y no lo comparto. A pesar de que es cierto que el dolor nos sacude por dentro, no puedo evitar rebelarme ante esta afirmación tan tajante y me niego rotundamente a justificarla. Prefiero definirme, saberme y sentirme viva a través del amor y la felicidad plena, no del dolor y el sufrimiento. Por otro lado, Charles Dickens dijo una vez: “el destino nos dio la vida con la condición de defenderla valientemente hasta el último momento”. Estoy totalmente de acuerdo y amplío este aforismo con una frase de Gertrude Atherton, quien escribió: “la vida nos fue dada para disfrutar la máxima felicidad de la que somos capaces individualmente, sin importar qué otras cosas estemos obligados a soportar”. En otras palabras: vivamos felices y defendamos esa felicidad a toda costa, sobreponiéndonos al sufrimiento.

La vida es un viaje lleno de aventuras en cuyo trayecto crecemos y maduramos. Conocemos gente y nos movemos en un medio más o menos amplio, participando en sucesos o presenciándolos, registrando infinidad de sentimientos y sensaciones. A ratos la ruta es plácida y fácil, otras veces se torna escarpada y complicada. Pero por más curvas y recovecos que tenga el camino, la vida siempre nos lleva hacia adelante, nunca hacia atrás. Esa maravillosa travesía está hecha de momentos, infinidad de ellos, que agrupamos en episodios. Por supuesto, hay episodios muy buenos y otros que no lo son tanto; épocas llenas de luz y fases sombrías. Y de igual manera que suceden aquellas cosas que nos dan felicidad y que tanto disfrutamos, también aparecen las que nos traen sufrimiento. Es inevitable. La felicidad y el sufrimiento son piezas complementarias acopladas que hacen andar el motor de nuestra existencia. La dicha y el dolor moran dentro de nosotros, sólo basta descubrirlos. Sé que ambos son reales, pero debo confesar que prefiero coleccionar piezas de felicidad y me inclino descaradamente por ella.

Así como nadie puede vivir nuestra vida, es imposible que alguien sienta nuestra felicidad o sufra nuestro dolor. Si un grupo de personas comen de una misma fruta, no habrá dos de ellas que perciban igual sabor, aroma, textura y color en esa misma experiencia. Aunque al celebrar o desahogarnos expresemos de mil formas la alegría o el pesar que nos causa algo —contagiando incluso en cierto grado a otros—, siempre será una vivencia interior, íntima, que nadie más puede sentir. Todos somos únicos y cada quien tiene su propia realidad, así que reaccionamos de diferente manera a los estímulos y situaciones que nos trae la vida. De nuestra actitud dependerá cómo sobrellevemos el tormento y qué tanto disfrutemos la felicidad. La dicha plena nos eleva, hinchándonos de emociones positivas, mejora nuestra salud, nos pone una sonrisa en el rostro y otra en el alma y nos llena de paz. Contrario a esto, a veces el sufrimiento psíquico se vuelve dolor físico, pudiendo incluso enfermar y hasta matar de pena. Y así como existen incontables piezas de felicidad que coleccionar —que todos conocemos muy bien—, también hay infinitos motivos de tormento; podemos sufrir por intolerancia, odio, mentiras, celos, envidia, ignorancia, desesperación, frustración, falta de compasión, pobreza, hambre, enfermedad, incapacidad, muerte, desastres, guerras, separación, problemas laborales, falta de realización, indiferencia, soledad, amor… son demasiadas causas, lamentablemente. Mientras el dolor físico es una señal innegable de que algo anda mal, generalmente en nuestro cuerpo, muchas veces el sufrimiento psíquico lo creamos nosotros mismos cuando sabemos que hay algo que nos impide alcanzar una meta. En ambos casos, el primer paso para sobreponernos a una situación dolorosa es admitir que estamos sufriendo y que debemos actuar. Es entonces cuando buscamos soluciones y las ponemos en práctica.

Aunque en el fondo sabemos que las cosas más importantes de la vida son también las más simples en su naturaleza —como nuestra alma, que alberga tanto a la dicha como al tormento—, hay varios elementos que se confabulan para agravar el sufrimiento. Uno de ellos es el sentimiento de culpa, que nos tortura y nos incapacita para ser felices. Desde que somos niños nos enseñan que ya nacemos pecadores. Lo lamento, pero no creo en el pecado original. Simplemente no existe, porque ya Dios expulsó a Eva y Adán del Paraíso como castigo suficiente y necesario por comer del árbol de la sabiduría; cosa por la cual les estoy además profundamente agradecida, ya que con ello me dieron el raciocinio y el libre albedrío. Después, Jesús se convirtió en mártir para lograr el perdón de los pecados de la humanidad. Y como si todo esto fuese poco somos bautizados, eliminando así de nuevo el pecado original. ¿Por qué tanta insistencia en reparar algo que ya fue arreglado por el mismo Dios en el Libro del Génesis? Lo que Dios hace, lo hace perfecto, así que no debemos limpiar sobre limpio, sencillamente no hace falta. Sin embargo, ese sentimiento de culpa nos marca como mancha de acero, acompañándonos innecesariamente a lo largo de nuestras vidas, haciéndonos sentir que a pesar de todo, nunca estaremos completamente libres de pecado y por lo tanto nunca podremos optar a la felicidad plena. No, de nuevo, no. El pecado tan sólo es falta de amor, y es esa falta de amor lo que origina el sufrimiento. Cuando nacemos no le negamos nuestro amor a nadie, por lo tanto no pecamos. Así que no debemos ser demasiado duros con nosotros mismos. En cualquier caso, somos inocentes de todo pecado hasta que se compruebe lo contrario, y no a la inversa. Tenemos que darnos la oportunidad de ser felices de verdad. Tampoco comparto el concepto de que venimos a este mundo a sufrir. Es absurdo pensar algo así; entonces la gente querría morir pronto para pasar al próximo mundo, donde supuestamente no hay tormento. Simplemente no soporto la idea de sufrir, así como tampoco soporto ver o hacer sufrir a nadie. Debemos luchar por nuestra salvación del sufrimiento, del dolor y del desamor en esta vida, y eso lo logramos cuando trabajamos nuestros tormentos y nos imponemos sobre ellos. Somos muy afortunados si tenemos algo o alguien que en medio de nuestro dolor nos consuele, nos arrope, nos tranquilice y nos de paz; para unos puede ser Dios, para otros quizás un amigo, y habrá quienes lo logren haciendo introspección o meditando.

Una de las causas de sufrimiento más inauditas es el amor, o mejor dicho, la falta de éste. Aunque muchos estén convencidos de que los sentimientos tienen vida propia y hacen con nosotros lo que desean, no pudiendo someterlos a lo que la conciencia aconseje o decida, es muy cierto que hay maneras de canalizarlos positivamente para ser felices. Los amores no correspondidos e incluso los amores imposibles se pueden sublimar, transformándolos en algo mucho más grande y poderoso que una simple relación romántica y carnal. Por otro lado, el amor que destruye evidentemente no es amor; es todo lo opuesto a él. La persona que nos hace sufrir no nos ama, es así de simple. El amor nos eleva, nunca nos hace caer ni nos daña. Así que bajo ningún concepto debemos sufrir por amor. No hay excusa que valga; el amor debe ser parte de las piezas de felicidad que coleccionemos, nunca del sufrimiento. Y como sólo podemos vivir nuestra vida y no la de los demás, debemos querernos y respetarnos, no permitiendo que otros nos manejen en ningún aspecto. Quienes nos rodean sólo pueden hacernos daño si nosotros lo aceptamos, si de alguna manera consciente o inconsciente estamos de acuerdo en eso. Así que cada quien es responsable de sus actos y de su felicidad, y debe correr con las consecuencias de ellos.

Sabemos que las cosas no siempre son como queremos o esperamos que sean, simplemente porque sólo una minúscula parte de lo que nos rodea depende de nosotros. Más bien debemos querer a las personas y cosas por lo que son, en lugar de vivir entre los escombros de anhelos rotos. En este sentido, el sufrimiento nos enseña a ser humildes. Funciona como una bofetada moral que en muchas ocasiones nos hace regresar súbitamente a un nivel de arrogancia menor. Cuando sufrimos intensamente por algo muy grave nos sentimos sacudidos y comenzamos a ver aquello que antes no veíamos por estar distraídos con esas cosas que nos ocupan, pero que realmente no tienen ninguna trascendencia. Entonces comenzamos a darle valor a las cosas verdaderas e importantes de la vida, abriendo los sentidos y el corazón a cuanto y a quienes nos rodean. Incluso en muchos casos reconocemos que estábamos equivocados con respecto a una situación, a otra persona o a nosotros mismos, haciéndonos reflexionar y tomar medidas para corregir lo que podamos. Así, si todo esto sucede de manera genuina, habremos ganado en humildad y con ello estaremos más dispuestos a buscar consuelo y soluciones a la situación que nos produce el sufrimiento, y también estaremos más abiertos a recibir la ayuda de quienes nos rodean.

Mi padre solía recordarme que debemos aprovechar toda oportunidad de hacer felices a los demás. Ya de adulta, tomé esto como una máxima para mi vida. De la misma forma, Dios siempre quiere nuestra felicidad. Dios nos ama, nos consuela y nos guía; no nos castiga. El castigo divino no existe, así que dejemos de achacarle a Dios la responsabilidad de las cosas negativas que pasan. No es justo que insistamos en conferirle ese lado oscuro que simplemente no es parte de su naturaleza. Sí, las cosas malas suceden, pero hay una razón para ello, y no es precisamente que Dios las envíe o las permita por algún motivo sombrío; sencillamente hay cosas que ni siquiera Dios puede controlar, como por ejemplo el libre albedrío. También está el equilibrio cósmico: en el universo existe la energía positiva o creadora y la energía negativa o destructora. Es por la interacción entre ellas que suceden todos los fenómenos naturales, desde el choque de estrellas hasta la liberación de un electrón en el proceso de la respiración. Así, Dios es la energía positiva, creadora, que se encuentra en constante tensión con la energía inversa y complementaria en un equilibrio dinámico universal.

Por otro lado, no debemos olvidar que vinimos a este mundo y estamos en él para ser felices. La felicidad mora en nuestro fuero interno; tan sólo debemos encontrarla y disfrutarla. ¿Pero hasta qué punto podemos perseguir algo que creemos nos hará felices, si con ello perjudicamos a alguien más? ¿Cuál felicidad es más valiosa, la nuestra o la del otro? Recordemos que tan sólo somos seres humanos, llenos de defectos y virtudes. Tendemos a ser egoístas e insaciables, sobre todo con aquello que nos da placer o nos hace dichosos. Así, muchas veces cuando corremos detrás de lo que pensamos nos dará felicidad, en nuestro afán por atrapar eso que se nos antoja —en ocasiones tan sólo por satisfacer un capricho momentáneo— nos llevamos por delante a otros, atropellándolos mientras tropezamos con su existencia, desordenándolo todo, como sucede en aquella escena de persecución en medio de un mercado en una película de acción. Cuando esto pasa, la sensación de felicidad que logramos generalmente resulta efímera y se ve enturbiada por el halo de remordimiento que trae consigo el haber sido la causa de la desdicha ajena. Esa culpa se enquista entonces en un lugar de nuestra alma, de donde sólo podrá salir a su vez con dolor. Así no vale la pena todo el enredo, porque lo que creemos que nos hará felices no nos podrá llenar por completo; nunca llegaremos a tener la paz que se necesita para lograr la tan ansiada dicha y en su lugar mantendremos encendidos los tizones del sufrimiento.

En realidad no necesitamos de nadie ni de nada para ser felices; el estado de felicidad plena se logra cuando estamos satisfechos y en paz con nosotros mismos y con el resto del mundo. Y en ese estado, el sufrimiento se reduce tan sólo a un concepto teórico que no nos tocará más.

“…Como suave rocío, gotita a gotita se va colando en nuestro ser, sin pedir permiso y sin avisar siquiera. Poquito a poco, discreta, plácida, sonriente y luminosa, va empapando nuestra alma como un fluido precioso; un maná cálido y fresco a la vez que llega a todos los resquicios de nuestra conciencia, trayendo consigo el alivio del mejor tónico existente. Comenzamos a ver la belleza del crepúsculo con todos los tonos naranjas del mundo, escuchamos el concierto perfecto en el susurro de la brisa y el agua, el canto de las aves, el llamado de los animales y las hojas de los árboles cuando el viento juega con ellas. De pronto nos maravillamos ante una minúscula flor que aparece entre la nieve de la primavera temprana y ante los dedos perfectos en las manos de un bebé. Sentimos el alivio de la lluvia sobre la tierra seca, cubriéndola para hacerla reverdecer y fructificar una vez más. Nos dejamos contagiar por una sonrisa y con ello contribuimos a propagar la luz que nace en las almas buenas. Lenta pero segura, nuestra conciencia va descubriéndose a sí misma, comprendiéndonos como humanos, con todo lo que ello implica y aprendiendo a querernos tal como somos. Entonces, paso a paso, comenzamos a entender el mundo que nos rodea, con todas las personas y cosas que hay en él, hasta llegar a un estado de paz espiritual en el que nos sentimos en armonía con nosotros mismos y con el universo…”.



©2010 PSR

miércoles, 5 de mayo de 2010

MATRIARCA

Mientras más me miman, más menuda me mantengo, manejando mareada mi máscara maternal. Mujer, madre, mártir; mucho margen medular, melodramático, melancólico. Mensajera, mandante, mendiga; mercenaria matrona meritoria, mezclada, mísera. Ministra miniaturizada, millonaria; mayorista mínima, mitológica, moderada. Mi macho marido, monigote malnacido, monstruo miserable, maniático; mi matrimonio malaventurado, masoquista, malogrado, me metió mucho miedo. Muy matrera, mi mamá me mandó merecido machete, matarratas matador más medicamentos matasanos. ¡Menos mal! Madrugué, me maquillé, mudé meteóricamente mi mundo malo, maltratado. Malherida, marchita, marcada, me mofé malamente mientras miraba molesta monumentos morales mentirosos. Muchas memorias mansas mezcladas me maravillaron momentáneamente. ¡Marcelo, mi mocoso mimado, muchachito misógino, mujeriego, mozarrón moro, malandado malabarista morfinómano moroso, mañero; me mata mi morriña madrina, muéstrame molinos metropolitanos mitificados metódicamente! Marisela, muñeca mestiza, melliza malcriada, musculosa, majadera; muestras muslos manoseados, mordisqueados, mórbidos, muy metidos, motivados, movidos más mamas magulladas, mugrientas, marginadas. Maira, menuda muchacha, monja mitigadora, modesta, magnánima; mejor murmullo mi melodía mientras mundanamente matizo más música medieval, mágica. Mariana, mi musa mulata mayor, moza, modelo, matemática, mediadora, madura; multitudes matinales marchantes me miran merodeando, movedizas, mudas; mija, mantenme mimada mientras mojada me marcho murmurando monótonamente, muriendo...


© 2010 PSR

domingo, 2 de mayo de 2010