LIBROS POR PATRICIA SCHAEFER RÖDER

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jueves, 29 de octubre de 2009

BENDICIÓN




Bendición 

Todas las noches antes de irse a la cama, la madre entraba en las habitaciones de sus hijos para asegurarse de que todo estuviese en orden mientras dormían. Con todo el amor arreglaba sábanas y frazadas, los besaba y les susurraba al oído cuánto los quería, lo importantes que eran para ella, y los encomendaba a Dios para que los cuidase. Así hizo, noche tras noche, año tras año, durante toda una eternidad, sin percatarse de que en algún momento, los niños habían crecido y se habían ido de la casa. Y aún ahora, cada noche, la madre repite aquella solemne y amorosa ceremonia de bendición a sus hijos, sin haberse enterado nunca de su propia muerte años atrás…
 
 
"Bendición" aparece en Yara y otras historias, por Patricia Schaefer Röder 
© 2010 PSR 
Ediciones Scriba NYC 2010 
ISBN 97817326767718 
Cómpralo en Amazon.com 
 
 

miércoles, 21 de octubre de 2009

PAPÁ

Una torre de paciencia
me espera siempre
fijamente
a pesar de todas
y cada una
de mis tardanzas.

Veo una parte de mí
en aquellos ojos pardos
te siento tan cerca
en medio del vivir diario
te hablo, te pienso
te quiero
eternamente.

Alcanzo tu mejilla
con mi mano sedienta
de un encuentro más
una nueva oportunidad
de mostrarte cuánto te amo.

Cien preguntas tengo
en todos los instantes
sólo para ti
y sé que tendrás
más de cien respuestas
para ilustrarme
en cada oportunidad.

Salgamos a pasear
mano con mano
hablando sin fin.
Recorramos el mundo
entero, ¡todo!
junto a una taza de café
y un trozo de pastel.

Acaricio tu cabello
fino y plomizo
mi corazón se hincha
desbordándose
por las cuencas
de mi alma.

Deja que te abrace
fuertemente
enciérrame gentil
estréchame
y dime
que nunca me dejarás.

Eres el sueño raudo
anhelos alados
que inspiraste en mí
con el deseo contundente
de convertirse en realidad
a pesar de mí misma.

Escucho tu risa
me llamas
sonríes
aguardas de nuevo
esperas por mí
una vez más.



©2009 PSR

miércoles, 14 de octubre de 2009

TANAGUARENA

Cuando era joven solía ir a un lugar en la costa donde había una playa peligrosa con mucho oleaje y una pequeña bahía de aguas tranquilas. Ambas eran opuestas pero se complementaban de la manera más profunda dentro de mí.

La playa peligrosa era fascinante, intensa, mientras que la mansa era apacible y transmitía una sensación de sosiego sin igual. En la primera se sentía la violencia de la naturaleza en el rugir del viento salado con las olas, y en la segunda se escuchaba el mantra de las ondas en la orilla junto al canto de la brisa suave entre las hojas de las palmeras.

Las dos playas estaban separadas por un terreno empinado; la playa mansa quedaba en la parte inferior y la peligrosa en la superior. Hoy en día me resultaría extraño que pudiera suceder algo así, porque sé que en realidad ambas están al mismo nivel. Pero en aquel tiempo no me preocupaba de esas cosas; era así y ya. Hablábamos de “subir a la playa peligrosa” y “bajar a la playa mansa”, y nadie pensaba que decir eso era un absurdo. Era esa una época inocente como nosotros.

Para nadar en la playa peligrosa debía bajar por una gran defensa de enormes rocas pardas que generalmente estaban bañadas por el mar, porque en esa zona la marea rara vez bajaba lo suficiente como para dejar al descubierto la gruesa arena de piedritas pulidas del fondo. Una vez abajo y en el agua podía caminar abriéndome paso por las olas, que chocaban contra mí intentando derribarme, hasta que cedía y nadaba por entre los estruendosos aludes salados, alejándome de la costa amurallada. Allí, detrás de esas olas estaba la libertad; inmensa, indomable, maravillosa.

Por fin llegaba al lugar deseado; el corazón de la playa, donde las tímidas ondas del mar crecen de repente y se convierten en enormes barreras turquesas, formando luego con sus coronas de espuma la verdadera monarquía del litoral.

Una, dos, tres olas se acercan. ¿Cómo sortearé esas paredes gigantes para llegar al ansiado refugio abierto, donde el alma se desprende del cuerpo y se escapa entre la estela de fina llovizna que cada ola va dejando tras de sí? ¿Me dejaré llevar hasta la cresta, impulsada por mi deseo de volar con aquella gaviota, o preferiré sumergirme hasta el fondo, fundiéndome en el cuerpo azul profundo del gigante que se inclina al recibirme, para luego renacer en un grito ahogado, estrepitoso, buscando la bocanada vital y emancipadora?

Cuatro, cinco, seis. Este grupo viene más unido. Las preguntas son las mismas, pero el caso es diferente. Mi reacción es mi camino para llegar a la libertad, partiendo a la vez de un estado de libertad plena. En el horizonte aparecen más montañas azules. Una y otra vez se repite la toma de decisiones instintiva, las acciones no pensadas. Lo importante es compenetrarme con el mar; dejarme llevar y saber sobrevivir al final. En este instante lo único verdadero somos el mar y yo, esa conexión íntima y poderosa que me envuelve y me energiza. He ahí la libertad total, el ser humano invadido por la máxima expresión de la naturaleza, que llena todos sus sentidos y lo embriaga en una sensación de éxtasis indescriptible e inigualable.

Una vez saturada mi conciencia y transformada mi alma en sol y mar, salgo del agua en busca del lugar perfecto para dejar descansar al cuerpo. Voy hacia la bahía con su fina arena blanca y sus aguas llanas y cristalinas en busca de la tranquilidad que necesito para completar el nirvana. En ese ambiente plácido que me envuelve recupero parte de la esencia que dejé entre las olas, y al rato me siento lista para relajarme a la sombra de aquella palmera cuyas hojas tiemblan por la tersa brisa del atardecer; la misma brisa cálida que acaricia todo mi cuerpo. El canto del mar me arrulla y no puedo ni quiero quitarme la sonrisa de paz de los labios y la cara. He recuperado mi ser original.

Allí regreso con mi pensamiento y mi alma cuando quiero ser libre de nuevo. La sensación que producen el sol, la sal y la brisa sobre mi piel hace que me remonte a un tiempo lejano en el que la vida era intensa y apasionada, y el espíritu danzaba en el fuerte viento marino junto a los pelícanos y el salitre.


©2005 PSR

miércoles, 7 de octubre de 2009

LA PLAZA

La plaza es el lugar que ocupa o desocupa cualquier cosa. Es el espacio donde se desarrollan los acontecimientos diarios de nuestras vidas. El sitio material en que infinitos sucesos inmateriales se conjugan dando origen a sentimientos y sensaciones que nos llenan y marcan nuestro destino.

La plaza es un punto de convergencia del cual igualmente parten mil caminos. Es donde ocurre el encuentro y el desencuentro también. Es un ente vivo que respira, se desarrolla y se transforma con el paso del tiempo. En la plaza se establecen relaciones, negocios y sueños; incluso nuevos sueños que nacen a partir de otros destrozados en el mismo lar. Allí tomamos aire fresco o un café, leemos un diario o un libro y quedamos con otras personas para hacer algo.

La plaza está habitada por todos los seres y todas las almas. La visitan niños, jóvenes y viejos que traen y se llevan alegrías, penas y sosiego. La plaza conoce todos los secretos, los anhelos, las verdades, los miedos, los gustos y los disgustos que moran dentro de cada uno. Es adonde acudimos para celebrar, jugar, compartir y también despedirnos. La plaza es la morada de las metas y los recuerdos, la residencia de nuestros días. La plaza está dentro de nosotros igual que nosotros pertenecemos a ella; nuestras raíces abrazan sus cimientos y ella nos acoge sin hacer preguntas.

La plaza es universal y única. Bienvenidos a la plaza.


Voy a la plaza temprano
enfundado en mi vieja chaqueta
leeré el diario entero
meditaré
intentando entender
el mundo
la vida.
Y mirando a la gente cruzar
de un lado a otro
apresurados
rumbo a sus trabajos
mil historias recordaré.

Te llevaré a la plaza
a que te de la luz fresca
para que así crezcas
hermosa
y te pongas grande
sana y fuerte.

¡Nos vemos en la plaza
para almorzar!
Es nuestra cita
siempre
un banco bajo los árboles
sola contigo
en medio de la gente.
Tú y yo
nuestra hora de almuerzo
momento insustituible
único
inimitable
universal
imprescindible.

Tengo diez minutos
para tomar un café
mientras mis ojos descansan
del trabajo rutinario
buscando pájaros y ardillas
entre las altas ramas
de los gigantes nobles
de la plaza.

¡Vamos a jugar!
¿Adónde?
¡A la plaza!
Con la pelota y mis amigos
la tarde vamos a alegrar.
Y cuando estemos ya cansados
de tanto correr y saltar
compartiremos la delicia
de un helado refrescante
o un refresco helado.

Espérame en la plaza
necesitamos hablar
dejemos las apariencias
junto a la comodidad
con las buenas intenciones
y el miedo a la soledad.
Ya no somos los de antes
nos hemos dejado de amar.

Vamos a la plaza
a ver qué hay de nuevo allá
quién está
quién no fue
quién se fue
para no volver.
En la plaza escucharemos
qué se cuenta
de quien se queda
y quien se va.

Caminemos hacia la plaza
vamos un rato a pasear
dejando que la brisa
despeine nuestros pensamientos
contando los diamantes
refulgentes
que adornan el firmamento.

Iremos a bailar esta noche
en aquel lugar encendido
prendido de gente
música y color.
Al ritmo del trago y la fiesta
vamos a divertirnos
disfrutando en la plaza
donde alguien va a cantar.



©2009 PSR